POR SERGIO MARENTES:
Alguien me retó a leer en voz alta la primera frase
del el libro número diez, de derecha a izquierda, de mi biblioteca, como si me
encontrara frente a una multitud de lectores. Se trataba de elegir cualquier
anaquel y contar hasta el décimo libro, sacarlo, leer la primera frase en voz
alta y guardarlo nuevamente como si nada hubiera pasado. El truco estaba en continuar
la vida como si no se hubiera leído nada y la audiencia en realidad estuviera
observándome seguir con lo que hacía. Acepté de inmediato y me dispuse a contar
con mi índice para no equivocarme, no quería arruinarlo leyendo el que no era o
el adecuado pero no estando seguro, que es peor. Sabía que el libro sería de mi
autor preferido porque tengo casi treinta libros de él, así que conté
lentamente recordando, cada vez que posaba el dedo sobre cada lomo, las
primeras frases respectivas.
Diez.
No.
No estaba el libro diez. Apenas si dejó la huella:
el libro nueve y el once se sostenían aferrados al ocho y al doce para no
tocarse, para evitar la fatalidad de desaparecer al diez o, peor aún, para
permanecer a toda costa en su cómoda decena. En su lugar, el lugar del libro
diez, había una caja rectangular inmaterial. No sabía dónde estaba ese libro.
Sabía cuál era y hasta me sabía el primer párrafo de memoria, lo había leído
varios pares de veces, pero no se trataba de leerlo ya sino de hallarlo o, por
lo menos, saber dónde estaba, quién lo tenía, a dónde se había ido sin mi
permiso.
Ojalá fuera el noveno o el undécimo de cualquier
biblioteca, o el último, pero nunca el décimo porque la primera frase de ese
libro es todo el libro y no cualquiera aguanta una lectura de más de
seiscientas páginas. Además, no quisiera esperar el turno detrás de semejante
lectura, ni mucho menos leer antes de ella, porque no merezco el olvido tan
rápido. Espero tener buena memoria entonces, porque empezaré, cuanto antes, a
leerlo para ustedes…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario