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viernes, 20 de marzo de 2015

EL DILUVIO



Cuando la profesora explicó, en clase de historia sagrada, lo del diluvio universal todos nos miramos asombrados. ¡Había llovido durante cuarenta días y cuarenta noches, que chévere!, pensamos y nos quedamos callados, ojala aquí lloviera así. En este bendito pueblo, metido entre la jungla, llovía casi todos los benditos días, no del año sino de la historia.
Ninguno de los ancianos, a los que preguntamos después de clases, recordaba haber pasado cuarenta días y cuarenta noches sin lluvia, la misma historia pero al contrario. Cuando uno preguntaba a los pocos viajeros como era el mundo de afuera, le contestaban que igual: los mismos árboles, la misma selva, los mismos ríos, los mismos animales y los mismos seres humanos, y es que ninguno había salido muy lejos, lo más que se habían alejado era hasta donde podían ir y regresar en lancha el mismo día, y casi ninguno había estado en algo parecido a una ciudad.
La aldea no tenía carretera que la comunicara con otros poblados; la única vía de comunicación eran los innumerables ríos que aprendíamos a conocer desde la cuna, lo mismo que a manejar las canoas. Sólo los veteranos de muchos años se aventuraban en el río grande que desemboca en el mar, el inmenso Océano Pacífico. Era mi sueño; había recreado la inmensidad de esa masa de agua, uniendo los retazos de los relatos de los viajeros, y todos los niños teníamos un sueño perecido, para montar en un barco inmenso y conocer una montaña o cualquiera de esas maravillas que nos mostró un hombre blanco.
Había caído del cielo. Mejor dicho viajaba en una barca muy rara que podía navegar en las nubes y seguro una corriente fuerte la volteó y la hizo naufragar, lo cierto es que cayó sobre los árboles en medio de llamas. ¡Qué brutos –pensamos-, ponerse a cocinar en una barca!, pues se le prendió la candela a las tablas   y la incendió. Nos contó  que eran dos pero el otro murió incinerado, sabrá Dios que significa pero así murió. En un libro nos mostró unos cuadros que llamó fotografías y nos dijo que todo existía muy lejos, cruzando este mar y otro mar y muchas selvas.
Lo cierto es que lo agarraron los males de la selva y se marchó para siempre. Le quitamos la ropa y lo acomodamos lejos del pueblo para que los animales salvajes lo devoraran; daba pena desperdiciar toda esa carne. Lo cierto es que, de vez en cuando alguno del pueblo se va y años después regresa. No sabemos qué encanto tiene este rinconcito perdido que ni aparece en los mapas, pero vuelven. La profesora es una de esas personas. Se fue como ocho años (yo no puedo saberlo pero eso dice mi papá) y volvió con el corazón destrozado. Yo no le creo porque la veo completa y cuando uno quiere matar un animal le parte el corazón o la cabeza.
Si yo me voy algún día no sé si volveré, pero de lo que estoy bien seguro es que voy a contarle a todo el que quiera escucharme que ese cuento del diluvio es una gran mentira; ¡cómo se iba a inundar todo el mundo con una lluvia miserable de un mes y diez días si en mi pueblo no escampa y nadie cuenta que alguna vez se haya inundado!



Edgar Tarazona

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