Cuando
la profesora explicó, en clase de historia sagrada, lo del diluvio universal
todos nos miramos asombrados. ¡Había llovido durante cuarenta días y cuarenta
noches, que chévere!, pensamos y nos quedamos callados, ojala aquí lloviera
así. En este bendito pueblo, metido entre la jungla, llovía casi todos los
benditos días, no del año sino de la historia.
Ninguno
de los ancianos, a los que preguntamos después de clases, recordaba haber
pasado cuarenta días y cuarenta noches sin lluvia, la misma historia pero al
contrario. Cuando uno preguntaba a los pocos viajeros como era el mundo de
afuera, le contestaban que igual: los mismos árboles, la misma selva, los
mismos ríos, los mismos animales y los mismos seres humanos, y es que ninguno
había salido muy lejos, lo más que se habían alejado era hasta donde podían ir
y regresar en lancha el mismo día, y casi ninguno había estado en algo parecido
a una ciudad.
La
aldea no tenía carretera que la comunicara con otros poblados; la única vía de
comunicación eran los innumerables ríos que aprendíamos a conocer desde la
cuna, lo mismo que a manejar las canoas. Sólo los veteranos de muchos años se
aventuraban en el río grande que desemboca en el mar, el inmenso Océano
Pacífico. Era mi sueño; había recreado la inmensidad de esa masa de agua,
uniendo los retazos de los relatos de los viajeros, y todos los niños teníamos
un sueño perecido, para montar en un barco inmenso y conocer una montaña o
cualquiera de esas maravillas que nos mostró un hombre blanco.
Había
caído del cielo. Mejor dicho viajaba en una barca muy rara que podía navegar en
las nubes y seguro una corriente fuerte la volteó y la hizo naufragar, lo
cierto es que cayó sobre los árboles en medio de llamas. ¡Qué brutos
–pensamos-, ponerse a cocinar en una barca!, pues se le prendió la candela a
las tablas y la incendió. Nos
contó que eran dos pero el otro murió
incinerado, sabrá Dios que significa pero así murió. En un libro nos mostró
unos cuadros que llamó fotografías y nos dijo que todo existía muy lejos, cruzando
este mar y otro mar y muchas selvas.
Lo
cierto es que lo agarraron los males de la selva y se marchó para siempre. Le
quitamos la ropa y lo acomodamos lejos del pueblo para que los animales
salvajes lo devoraran; daba pena desperdiciar toda esa carne. Lo cierto es que,
de vez en cuando alguno del pueblo se va y años después regresa. No sabemos qué
encanto tiene este rinconcito perdido que ni aparece en los mapas, pero
vuelven. La profesora es una de esas personas. Se fue como ocho años (yo no
puedo saberlo pero eso dice mi papá) y volvió con el corazón destrozado. Yo no
le creo porque la veo completa y cuando uno quiere matar un animal le parte el
corazón o la cabeza.
Si
yo me voy algún día no sé si volveré, pero de lo que estoy bien seguro es que
voy a contarle a todo el que quiera escucharme que ese cuento del diluvio es
una gran mentira; ¡cómo se iba a inundar todo el mundo con una lluvia miserable
de un mes y diez días si en mi pueblo no escampa y nadie cuenta que alguna vez
se haya inundado!
Edgar Tarazona
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